Cuando regresé a casa el pasado miércoles 12 de diciembre, ella no estaba. No vino a mi encuentro como lo había venido haciendo desde que siendo un puñado de pelo y unos ojos enormes, mi hijo la trajo a casa diciéndome: Papá, la van a atropellar.
Han pasado tres días, tres días de tristeza sin fin, tres días de llanto inconsolable.
¡Es tanto el amor que le tengo!
Ella es finita, tricolor, gris con rayas negras; pecho, manos y patas blancas -de ahí su nombre-, con una mancha negra en la pata derecha. Los ojos grises enormes. Unos pelitos en la punta de las orejas que la hacen parecer un lince. Y el extremo de la cola, también blanco. Su abdomen cuelga en exceso y la veterinaria me dijo: es como la mujer que es ancha de caderas. Así es ella.
Ha sido durante un año y medio, mi amiga, mi compañera, creo que no exagero si dijo, que la razón de vivir para mis larguísimas jornadas de soledad.
Su dulzura, su candidez, estoy seguro de que han entusiasmado a alguien y la ha cogido. Aquí, a menos de cincuenta metros de mi chalet (nunca se apartaba más). En la Urbanización de Calicanto, próxima a Torrent y Valencia.
Pero ese alguien, estoy seguro de que no sabe el daño que nos está haciendo. A mí y a sus dos "hermanas" (dos gatitas más que ya estaban en casa), a sus amigos los perros a cuyo amparo se encomendaba cuando las cosas no iban bien con alguna de ellas.
Tengo una tristeza que me ahoga.
Podéis ayudarme. Es inconfundible. Si la veis, llamadla "¡Calce!" y os contestará o irá hacia vosotros.
Entonces, dadme la alegría que tanto necesito, decidme dónde, quedáosla hasta que me localicéis y sólo con vernos juntos, estoy seguro de que vosotros también seréis felices.
No sé cómo daros las gracias.
Cometo quizás la imprudencia de dejar mi móvil, pero no puedo vivir sin ella.
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