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Una historía erótica bien escrita... lee gratis el primer capítulo (ii)

Última respuesta: 3 de julio de 2014 a las :57
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3/7/14 a las :54

I

El caucho de mis gomas olvidó el resbaladizo enlosado de hormigón por el rasgado asfalto urbano. En cada semáforo que cambiaba al color prohibido, perdiendo mi prioridad de paso, los coches que se iban amontonando a mis laterales solo podía apreciar sus techos desde la privilegiada vista de mi todoterreno. Fui traspasando las diferentes jurisdicciones de los barrios que iba dejando atrás: Puerto de la Torre, El Cónsul, Teatinos, Cortijo de Torres, Huelin... El Sacaba. Su apodo venía dado por nuestro carismático dialecto, el andaluz. Era la sencillez de nuestro lenguaje. Simplificaba que la playa de la barriada de Huelin se estaba acabando, su arena se entrecortaba por el río, se acaba la playa; Sacaba. Pero no hago referencia a ese trocito de arena donde vamos a aparearnos como animales los fines de semanas los malagueños. Me refiero a su cala; aquella caleta solitaria donde el río Guadalhorce tiene una de sus múltiples bifurcaciones en su húmeda autopista: La playa del butano.
Aquella caleta fue donde pasaba los domingos de mi infancia pescando junto a mi padre. No importaba si nuestros cubos volvían llenos de los avíos de pesca o de algún ejemplar; tampoco importaba si las únicas gotas de agua eran las del mar al estamparse contra las rocas. Perdíamos la noción del tiempo uno al lado del otro.
Los viernes de aquel verano, grupos de chavales se reunían para divertirse en las rejuvenecidas fiestas del alcohol: el botellón. Quedándose hasta altas horas de la madrugada, amaneciendo sobre su arena. Otros, los más adultos, simplemente se reunían en grupo para divertirse de otra manera, algo menos arquetípica. Pero todos tenían algo en común, el alcohol. Sabía la debilidad que tenía la ingesta de alcohol. No la embriaguez de la personalidad. Algo bastante más simple y primitivo; orinar. Para los hombres, la infiel vileza, consentía que orinasen en la orilla, rellenando las turbias aguas de aquella playa. Sin embrago, las mujeres, rodeaban los muros de la urbanización fantasma de Sacaba Beach, mitigando sus impulsos en su intimidad. En esas condiciones tan precarias, se encontraban indefensas en la oscuridad de aquel extenso muro.
Aparqué mi coche detrás del último; un Citroën. Aquel camino de tierra trémulo por el cual accedí a esa playa, sobrepasaba los tres metros de ancho. A su izquierda estaba el río, donde desembocaba en su orilla. Un río que mostraba restos de basura flotando sobre sus vacías aguas. Desde que tengo uso de razón, siempre que cruzaba ese camino, observaba como la oxidación del agua pudría los asientos traseros de un viejo automóvil. Por su lado contrario, el derecho, simple maleza; hasta llegar a sus treinta últimos metros, donde recorría junto aquel camino de tierra sesgada aquel viejo muro de cemento.
La luna se estremecía cada vez que le brindaba la oportunidad de hacerme con una nueva víctima, pudiendo recitar de nuevo su historia: Como fue desterrada de este mundo. Una historia tan remota que ni la mismísima humanidad conoce, pero, cuando la oímos, somos capaces de comprender tal destierro. Iba a ser la cuarta vez que mis labios contasen aquella lejana historia. Alexia, Lorena e Irene, fueron a quienes mis palabras dieron de nuevo vida a la milenaria agonía de la luna bajo su resplandor mortecino. La pelirroja de la semana anterior, a estas alturas, mis pies descansaban apoyados en el grueso tronco de un árbol en el pueblo de Santa Rosalía Maqueda después de una larga huida de la guardia civil.
Al descender de mi Mitsubishi, pude apreciar el enorme solar, cuyas herrumbrosas esferas metálicas de Repsol, desaparecieron tiempo atrás. Aquellos dominios de los que se desprendió la gran petrolera, era un desmedido solar en forma de rectángulo. El muro superaba con dificultad el metro de altura, pudiendo apreciar de día los rincones más íntimos de aquel solar. El sol estaba durmiendo; no debía oír la leyenda del destierro a su propia mujer: La luna. El mismo muro, en su parte interna, ganaba más de dos metros de altura.
Cogí lo necesario para lo que sería el preludio para mi primera víctima con aquel perfeccionado personaje. La hora en el reloj marcaba las 23:15. La máscara y el machete de caza que me regaló mi tío, fueron mis cómplices. Era una máscara blanca, sin ningún tipo de muesca humana, sin personalidad, sin rasgos físicos; mis ojos estaban ocultados bajo los orificios de la máscara al colocar en su parte interna una delgada tela negra, quedando unas cuencas vacías tan oscuras como la luz de la luna aquella noche. Mi melena caía sobre ella, dando la sensación que fuese algo más que una simple máscara, como si formase parte de mi propia piel.
Por unos de los múltiples huecos que tenía el muro en el costado del camino, me adentré, dejando mi cuerpo recóndito entre las tinieblas de su oscuridad. En apenas quince minutos, el alcohol había sacudido con su látigo los riñones de tres dulces adolescentes, adentrándose por otro orificio de su viejo cemento, situado en la arena de la playa. Aquella noche no buscaba una inocente e ingenua adolescente.
Tuvieron que pasar más de diez minutos para que otra mujer cruzase aquella apertura. Su preciosa cabellera morena era un velo aureolado; la ausente luz de la luna alumbraba la casi desnudez de sus largas y delgadas piernas. Aquella luz apagada me ostentaba la diferencia que más se acentuaba frente a sus tres antecesoras: La madurez que rebosaba por todos los poros de su piel. Su belleza era sobrecogedora.
Se coló por el mismo orificio vacío donde minutos posteriores lo habían hecho las tres adolescentes, quedándose aislada en lo que aquella noche se había convertido en mi territorio: un enorme pabellón incomunicado de hormigón. Encontró el rincón de intimidad en la parte derecha del solar a las 00:10. El muro conocido como el paredón, donde rompían las olas aquella sucia orilla quince metros de su polvorosa espalda. A diferencia del muro por el cual me adentré, este superaba los cuatro metros por ambas caras. Ha sido un error alejarte tanto de la única salida de este arratonado pabellón, pensé.
Tranquila, termina una voz que parecía que transportaba el aire, sin remitente, casi fúnebre por la distorsión que brindaba la dura porcelana de la máscara, la paralizó. En el vagón de la fúnebre voz sin remitente, le acompañaba en el asiento contiguo la elevada música de la adolescente fiesta alcohólica; su mirada incidía en la inmensidad oscura de la noche, observando únicamente la indecorosa funda que la apagada noche había esparcido sobre el terreno. No podía avanzar más de seis metros; no lograba ver nada más que la suave maleza que rodeaba los mismos metros. La esquina, te falta por mirar, dije en una voz muerta que se volatizó antes de abandonar mi máscara. No era mi intención interrumpir tan primitiva acción abandonaba y entraba en la siniestra funda de oscuridad, en un juego de manos que abría y cerraba la tapa o que, encendía y apagaba la llama de gasolina de un zippo, apoyando el pie derecho contra el viejo muro. Las rápidas llamas de gasolina, purificaban el blanco de la porcelana, avivando una cara sin vida que observaba, como un alma en el purgatorio, aquella prestidigitación ausente.
¡¿Quién eres?! ¡¿Qué haces aquí?! En aquel instante, el alcohol no era lo único que recorría sus cálidas venas; subrepticiamente, un paroxismo acompañaba a su ligera embriaguez en esas redes ensangrentadas, mostrando como esa figura fantasmagórica le mostraba y le ocultaba la claridad de aquella máscara con el chisporroteo de su vela de gasolina, saliendo y entrando de entre las tinieblas de la oscura noche con ese juego flamígero. Una escena tan espeluznante, que sus facciones se quedaron lívidas en un miedo cerval.
Las preguntas una a una. No querrás acabar tan pronto con el espectáculo, ¿verdad? respondí dejando la tapa abierta del zippo, dejando que la gasolina quemase el oxígeno, mostrándole a mi víctima como la máscara hablaba, pero, los labios exánimes de porcelana estaban quedos. Empezaré por la primera. ¿Quién eres?
Cerré la tapa, ahogando la llama en su metal plateado; mis pasos iban abandonando mi figura recóndita en la oscuridad del muro acompasadamente; mi mano derecha sostenía el recién apagado mechero, mientras que, la izquierda, dormía plácidamente en el bolsillo de mi pantalón oscuro. Sus cortos tejanos en azul claro y las diminutas braguitas del bikini, estaban a la altura de sus tobillos. Sus rodillas arqueadas, a pocos centímetros del suelo, se entumecían apreciando como mi sombra se acercaba a su cuerpo. Su semidesnuda posición y el efecto inhábil del alcohol, acumulaban aquellos escasos treinta segundos: Era el margen que disponía para mi escueta presentación. El tiempo que disponía mientras se abrazaba asustada al instinto más básico del ser humano, la supervivencia.
Un guión que consistía en incorporarse, subirse la ropa interior humedecida en salitre hasta las caderas y abandonar el huraño pabellón carente de cualquier rastro de autoridad; una hegemonía que horrorizaba cualquier rastro de vulnerabilidad. La primitiva acción que la llama interrumpió, no era más que el ritual que hacían todos los animales, aquella tercera acción al formarse la vida cuando se juntaron varias células: el Big-Bang de nuestro planeta. La primera fue nadar en sus vírgenes aguas; la segunda, buscar otra especie para alimentarse; y, la tercera y última, la que interrumpí: Desechar los restos de aquella primitiva comida. La llama de cirio metálica interrumpió que vaciase el alcohol que cosquilleaba sus riñones. Había gastado cinco de los preciados treinta segundos.
Una interrogación tan frágil como la mirada de un niño, tan primitiva como el mismo ser humano, temeroso al miedo a lo desconocido; una palabra que esconde tras sus letras una respuesta tan sencilla, tan modesta, pero, al mismo tiempo, tan gratificante como segura, ¿cierto? Desenmascarar el anonimato de una persona.
El alcohol apresado en sus riñones, helado, entorpecía y ralentizaba sus reflejos. La supervivencia aún seguía bajo el efecto de algunas copas de más, defraudando a su inquilina, haciendo que perdiese la armonía de su equilibrio, apoyando ambas manos sobre el suelo. Aquel contratiempo en su huida, ocurrió al agarrar la tela del short y de las braguitas del bikini, intentando recolocarlas en sus sensuales caderas, huyendo del enmascarado que se había cobijado en la cerrada oscuridad nocturna.
Al alzar la vista, comprobó como mi sombra se aproximaba más a su cuerpo desestabilizado en el suelo. Con las manos apoyadas en el suelo, deliberaba entre los consejos de la defraudada supervivencia o, de la ligera embriaguez de su equilibrio.
La supervivencia era muy simple, le aconsejaba que se irguiese sus prendas a la vez que huía estrepitosamente. El otro consejo, se basaba en la misma argumentación pero de una manera más impávida; subirse las prendas hasta las nalgas, abrocharse el botón metálico del escaso tejano y emprender aquella furtiva huida. La intimidad jugó en su contra al alejarse de miradas viciosas y lascivas detrás del muro, adentrándose en el camino acementado, pronunciando los metros de su salida. Era tan desolador que estuviesen en armonía su subconsciente y su consciente. Sabía que antes de abandonar el huraño pabellón por el mismo agujero como un ratón asustadizo, se convertiría en mi presa; ninguna de las dos acciones podrían salvarla. Su mirada se quedó afónica con lo que creía que era la mía al comprender su perturbadora situación. Ninguno de los consejos que le daban sus instintos, le valdría, pero, le faltaba el último consejo: la esperanza. Siguió el primer consejo. La supervivencia. La esperanza es lo último que se pierde, pero, es lo único que puede volver loco a un hombre; es muy peligrosa. Fueron las palabras de un amigo a otro en la cárcel de Shawshank.
Sin embargo, aún no salgo de mi asombro al observar cómo le has preguntado quién eres a un hombre que oculta ese mismo anonimato detrás de una máscara, ¿no te parece paradigmático? Sigo con el orden prometido.
No corría. Lo más cercano para su descripción, era gatear con la espalda casi apoyada en el suelo, mientras sus manos se aferraban en subir sus diminutas prendas. Descarté la cuenta de mi presentación; aquella amalgama de alcohol y de instintos, me aprovisionaron de tiempo suficiente para ello. Cuatro metros más que a ella fue otro de sus obsequios: Seis metros. Esa era la distancia que anduve con el zippo en mi mano derecha y la izquierda en mi bolsillo. Mi sombra vívida, oscurecía su rostro horrísono.
La segunda pregunta. El dedo pulgar de mi mano derecha levantó de nuevo la tapa, prendiendo de nuevo la llama al girar su rueda. ¿Qué hago aquí? Eso dependerá de ti.
¡Aléjate! ¡No te acerques más! La luz ardiente de la llama desvaneció mi vívida sombra sobre su faz, iluminando la palidez de su miedo. Sus piernas se habían convertido en su irrisoria arma, dando errabundas patadas al aire. Estaba prácticamente tumbada en el suelo, ondeando en la profundidad de mis calavéricas cuencas que la vela ardiente de gasolina le ofrecía. En los dos metros que se retrasó respecto a los míos, la ropa había avanzado hasta la mitad de sus muslos.
Mi figura seguía inmóvil en el mismo lugar; ya no gateaba, se limitaba a arrastrarse por el suelo. Su desnuda espalda a excepción de los finos tirantes del bikini, la mantenía arqueada unos 30, suficiente para apreciar como estaba inmóvil con la llama encendida a la altura de mis hombros, observándola con unas cuencas mortuorias. Se arrastraba por la tierra del solar impulsada por sus piernas, de la misma manera que una cola al pez en el océano.
¡Déjame en paz degenerado! La valentía de la esperanza aún se mantenía erguida.
Medio metro había avanzado desde una frase a la otra por el impulso de sus piernas. Como la vez anterior, mis exánimes labios no emitieron sonido alguno.
¡La playa está llena de niñatas borrachas y fáciles! ¡No hace falta hacer esto!a cada palabra que decía, se notaban las pinceladas de aquella valentía.
La esperanza se había vuelto muy peligrosa, consiguiendo complacer la mitad del pacto acordado con la firma de la supervivencia. La escasa tela azul del tejano, se estaba solapando al subir su cremallera. Había llegado el momento de apaciguar la abrasante gasolina en el bolsillo.
Se levantó cuando el cierre de la cremallera había llegado al tope superior, sujetando sus pequeños pantalones. Ahora faltaba complacer la otra mitad del pacto acordado; la huida furtiva. Es muy peligrosa. Puede volver loco a un hombre.
Mis manos se abalanzaron sobre sus hombros, apoyando su desnuda espalda contra el descomunal muro de cemento de más de cuatro metros. Su melena morena se quedó plasmada en el muro al igual que la intrépida hiedra en los balcones de una terraza.
¡¡¡Suéltame!!! Un forcejeo floreció al verse acorralada en el muro. Retorcía todo su cuerpo con sagacidad reptil, intentando liberarse de aquella mazmorra de cemento. Sus manos se posaron sobre mis extensos brazos, forcejeando con ellos. El aroma de mi delicado perfume francés, se caló en el forcejeo. Por último, tuvo la esperanza de que su mano derecha abofetease mi máscara, aturdiéndome. Pensaba que era una de esas máscaras de plástico, no de porcelana ¿Qué clase de depravado eres tú? La cara se le descompuso.
Se terminó tu contrato. Mi mano derecha sacó el machete de caza de su funda, colocándolo con una presión silenciosa sobre la suave piel de su cuello.
¿Existen depravados buenos y malos? Su forcejeo amainó al sentir la presión silenciosa en su cuello.
Yo no te hecho nada. ¿Por qué me haces esto? su voz se iba crujiendo como una galleta en la hora del café. La impertinente valentía también estaba en el menú de sobremesa.
¿Esto? ¿Ponerte un cuchillo en el cuello? Tengo mis serias dudas al respecto de que este gesto tan insignificante pudiese entrar dentro de un juzgado, por ser un delito.
Ese no.
Sus grandes ojos azules comenzaron a humedecerse, sintiendo como el filo de mi acero acariciaba su cuello. La insolencia de la valentía seguía crujiéndose. La firma sobre aquel contrato, se humedecía como sus ojos.
Pero sí por violarme sus palabras consumieron a la primera sonrisa oculta a sus exóticos ojos azules. Por favor, te daré todo el dinero que tenga encima, pero, déjame ir dijo recurriendo a la única valentía que el ser humano conoce desde que se impuso el capitalismo hace varios siglos: La valentía de que todo y todos, tenemos un precio.
¿Dinero? ¿Unos simples papeles coloreados con diferentes tonos para diferenciarlos por un valor impuesto por los magnates de la economía? Sus brazos cayeron por el enorme peso al conocer a la hermana de la esperanza, la desesperanza. Fantaseó con una libertad inalcanzable. Es muy peligrosa. Te responderé como le respondió un día un abuelo a su nieto: Hay mucho dinero allí fuera. Imprimen más cada día. Solo un tonto lo renunciaría por algo tan común como el dinero.
Por favor, no me hagas daño dijo con la garganta contraída por mi cuchillo. Una primera lágrima, recorrió la quietud de su rostro. Sus brazos seguían laxos por la visita de la hermana de la esperanza.
¿Piensas que si hubiese querido dañarte seguirías teniendo el cuello de una sola pieza? ¿Quién te ha asegurado que esta noche el filo de mi cuchillo se bañará en sangre? Lo ves, de nuevo, la seguridad y tranquilidad de la interrogación quién.
Haré todo lo que quieras, pero te lo suplico, no me mates.
Las lágrimas iban empapando su cara, descoloriendo su ostentosa piel morena en una intensa agonía que oprimía su pecho. Sus ojos azules se cubrieron de la tela de sus párpados, renegando que la última escena que recordase en esta vida, fuese la de mi machete degollando su cuello, esperando que al abrirlos, estuviese en aquel mundo espiritual al que llamamos cielo.
¿Por qué esta noche deberías pedir clemencia por tu vida? pregunté irguiendo suavemente su barbilla con mi dedo índice. Aquel dedo hacía la función de la mismísima gravedad, sujetando la lagrimosa barbilla de mi víctima.
Por favor...
Su pecho seguía oprimido por aquel miedo que domeñaba su alma. Sus lágrimas no se deslizaban por su exuberante piel morena; rompían incesantemente contra el espigón de sus alargadas pestañas, renegando de la que seguía creyendo que era su última escena en vida.
Según la mitología griega, solo se podía pedir piedad por el alma una vez en la vida. ¿Sabes cuándo? Una simple acaricia a ambos lados de su barbilla impregnada en lágrimas sobre mi dedo índice. Fue su silenciosa respuesta. Cuando la vida no nos pertenece a los mortales, si no, a los dioses; una vez muertos. Aquella piedad no iba dirigida hacia los dioses venerados del olimpo: Zeus, Poseidón, Ares, Afrodita... eran para el desterrado Hades, dios del frío y maldito inframundo, suplicando que la madera de la vieja barca custodiada por Caronte, no se abriese camino a través del rio maldito trasportando sus almas. Con lo que no debes temer, no vas a necesitar llevar una moneda en el bolsillo esta noche para ese viaje. El filo de mi cuchillo no te degollará esta noche el cuello; no soy ningún dios para decidir que alma regalo a mis hermanos.
Sus ojos retornaron del abismo, profundizando en la oscuridad de mis calavéricas cuencas al oír tales palabras, aferrándose, quizás, en la sabia cordura. Tal vez, los abrió ordenado por la vecina de la locura, la histeria, cegando a la calmada cordura. Por último siendo el razonamiento más acorde con la espeluznante escena que estaba viviendo, que asociase a ese hombre enmascarado como un depravado sexual; un desequilibrado psíquico, cuyas atroces fantasías sexuales, se satisfacían con aquel juego impío. Dando falsas esperanzas a sus cada vez más debilitadas víctimas, garantizándoles sus vidas, prometiéndoles que volverían a abrazar a sus seres queridos al volver a guardar el cuchillo en la funda, pero, que el siguiente crepúsculo de sol que viesen, fuesen enterradas en la cuneta más próxima.
Además, dudo que fueses capaz de satisfacer la más simple y ridícula de mis fantasías.
Aquella última frase que proferí, fue el detonante para que mis sentidos se sincronizasen. Aquella inquietud se manifestó al observar atónito como sus brazos se desprendían del asfixiante peso que los mantuvo laxos en el muro hasta entonces, moviéndolos fugazmente en un movimiento unísono. Su destino era su cuello, donde seguía mi cuchillo. Finalmente, no se inclinaría a realizar aquel peligro trágico: la rebeldía.
Toma mi cuerpo y termina de una vez. Una calcinante cascada de lágrimas recorrió nuevamente sus mejillas, anegando la sal de su rostro a su paso. Si existía en el diccionario alguna definición de terror, acababa de sentirla. Déjame libre, por favor.
Arqueó los brazos desplazando sus manos a su espalda, hasta colocarlas a la altura del nudo de cordel del sujetador del bikini. Su color era un rojo fuego, un rojo tan afrodisiaco como excitante. La forma que le daba intimidad a su pecho, era la de los clásicos triángulos.
Por favor dios... No quiero morir... Soy muy joven... su voz parecía un mapa de venas torturadas en su exhortación, tan tenue que, si no fuese por la insonorización del cemento del muro a los excesos del alcohol en la orilla, no hubiese discernido algo más allá de unos simples susurros sin sentido. Siempre había una fuerza superior a la que refugiarse para pedir amparo cuando la vida terrenal se convertía en una tétrica y cruel súplica de benevolencia. Cada religión le tiene puesto un nombre, en la nuestra, Jesucristo. Resultaba irónico que se pidiese ayuda al inexistente, cuando, los que recurren a él, son porque tienen fe, no porque la han perdido. Aquel arrebato de ayuda omnipotente lo originaron mis palabras: Dudo que fueses capaz de satisfacer la más simple y ridícula de mis fantasías.
¿Estás buscando la ayuda divina? Mi brazo izquierdo se abalanzó sobre ambas manos antes de que terminasen de aflojar completamente el nudo, evitando que me ofreciese aquellos apacibles y jugosos senos para mancillarlos como si fuese una vulgar ramera. El aire que estaba en sus pulmones dispuesto a salir en su repetitivo ciclo, se convirtió en delgadas y delicadas placas de hielo, cuando, ante aquella inesperada escena, mis labios de porcelana se acercaron a una distancia tan sucinta de los suyos que casi podía saborear aquel húmedo carmín susurrando a su oído. Recuerda que el de arriba, el Altísimo mi disfrazada mirada divulgó en su reino un instante, abandonó la tierra hace más de 2000 años. ¿Qué sea una pérdida de tiempo buscar consuelo en él? No. ¿No es verdad que hemos sido nosotros quienes hemos ido avivando su omnipotente llama desde que el hombre dejo de ser un simple mono con nuestra fe, nuestras ofrendas e incluso, sacrificios? Todos tenemos derecho a encontrar ese calor espiritual; es nuestro pequeño privilegio. Pero, si existiese la más remota posibilidad de ver tu cartilla eclesiástica, vería que tendría los mismos sellos que la del mismísimo Lucifer, con lo que, ¿para qué molestarlo?
¿Qué quieres de mí?
Sus lágrimas tornaron a romper contra el espigón de sus pestañas, debilitando las palabras que se habían convertido en aquella fúnebre voz. Su cabeza se desplomó debilitada ante la inexistente ayuda divina, espaciada débilmente de la mano que sostenía el cuchillo sobre su cuello, privando a mis fríos labios de la dulzura de su carmín. Las sofocantes gotas de angustia no llegaban a recorrer su bella cara por el limpio surco de la abrasante sal marina. Caían en ángulo recto al suelo, amontonándose en un minúsculo arroyo pulcro, impregnando la tierra de aquel muro que nos resguardaba de la playa. El único sentimiento que afloraba en ese momento era miedo, tan poderoso, tan mortal, que marchitaba todo a su alrededor. Aquella sensación se manifestó al percatarse que no era su lascivo cuerpo lo que deseaba mi afilado cuchillo. Su gélido acero no se satisfacería con aquellos deseos de una fantasía sexual enfermiza.
¿No sabías que qué es la forma que le sigue a la función quién?
Mis manos arrastraron a las suyas por el muro, quedando estigmatizadas en su cemento.
No.
Su rostro aún seguía desplomado hacia el suelo.
Supongo que ahora mismo podría decirte la barbaridad lingüística más grande y ni te inmutarías, ¿cierto? su única respuesta fue seguir emblandeciendo aquella dura tierra con la continua impregnación de más lágrimas. Aprecio que de nuevo te agradaría sentir la calidez de la función quién, arrebatar el poder que me proporciona la máscara, al tener... ¿misterio?, transmitir... ¿Miedo? ¿Qué más da quién esté detrás de esta máscara? mi voz se alzaba a medida que iba disparando preguntas, siempre, sin sobrepasar la barrera del ruido. ¿Qué importancia tiene el color de mis ojos? ¿Qué importa el tono de la tez de mi piel? ¿Qué relevancia tiene mi edad? ¿Qué... ? ¿Quién... ? ¿Te merecería la pena refugiarte en esas preguntas?
¿Por qué yo? No conseguía que volviese a inclinar la cabeza para volver a ver a aquellos preciosos ojos azules. Tu cara... La máscara... ¡No podría denunciarte!
En aquellas palabras, volvió a aparecer la desaparecida valentía, ganando en su voz resonancia por el esfuerzo. Su presencia fue suficiente para que pudiese inclinar su cabeza de nuevo y saborear, una vez más, el dulce en sus palabras al impregnarse con el carmín diluido en lágrimas. La osadía de la valentía en su mente, le hizo pensar que aquella ingeniosa reflexión. Era la llave hacia la promesa de aquel antiguo contrato: la libertad. Su melena morena volvía a trepar por el muro.
Es cierto. Era la primera vez que nuestras miradas se mantuvieron fijas sin pestañear. Sus ojos líquidos eclipsaban los míos en el interior de la tela oscura. No podrías presentarte en la comisaría más cercana, dirigirte hacia el mostrador donde se encuentren sentados los funcionarios armados en el turno de noche y anteponer una denuncia ante... ¿Quién? una risa le dijo: Ves. De nuevo quién ¿Ante un hombre que ha mantenido las letras de su nombre resguardadas tras una máscara? ¿Ante una sombra en la oscuridad nocturna?
¿Qué quieres de mí? mi respuesta arrebató drásticamente aquella llave que estaba girando la cerradura de su tan ansiada libertad, cayendo al suelo con el mismo desconsuelo que sus lágrimas. El miedo que recorría sus venas seguía torturando a su alma.
Aún no puedo responder a esa pregunta, dilucidaría el misterio. Lo siento.
¿Misterio?
Una mirada inquisitiva se plasmó en sus líquidos ojos. Aquella mezcla de curiosidad y miedo en sus ojos, era lo más excitante que había visto jamás. Una mezcla que volvería loco al más cuerdo; una combinación tan neurótica que haría colgar el cartel de completo en cualquier hospital psiquiátrico.
Piensas que si fuese un simple carroñero que quisiese seducirte para llevarse un bocado a la cama esta noche, ¿iría con una ... máscara? Ahí tienes tu misterio. Su mirada pasó a ser una actriz secundaria, desterrada al más simple anonimato por el atractivo misterio. ¿Pensabas que las letras que resguarda esta máscara, formaban la palabra violador? Una palabra que haría retorcerse al mismísimo Jack El Destripador en su propia tumba.
¿Jack El Destripador revolcarse en ... ?
Exacto. Se deleitaba con el sufrimiento que trasmitían los ojos anegados en lágrimas de sus víctimas, al ver como un miedo desconocido, nuevo, viejo a la vez, se colaba por sus adentros como una lagartija en un bolsillo. Sentir como las clemencias y súplicas de sus víctimas acariciaban sus oídos. Aquel deleite no era físico ni sexual. ¿Por qué piensas que solo mataba a prostitutas? Por qué si fuese un simple violador, sus rostros no hubiesen mostrado el más mínimo temor o la más mínima preocupación; sus clientes se encargaban todos los días de aquel despreciable papel. También es cierto que las mataba. No te preocupes por esa segunda parte, no soy un dios, ¿recuerdas?
¡Te pone cachondo las suplicas de tus víctimas!, ¿¡verdad hijo de ... ?
La sal volvía a ser arrastrada por unas lágrimas de, quizás, compasión por aquellas cinco prostitutas mutiladas por la mano de la sombra más oscura de Londres. Aquella empatía hizo que olvidase el afilado cuchillo que reposaba sobre su frágil cuello, arreciando sus palabras.
Si lo afirmase te mentiría, pero, a la vez, te mentiría si te respondiese un no. Con lo que te responderé con una frase de un célebre poeta. Decía: No mientas. Pero si lo haces, solo di media mentira, porque, si dices la otra media, habrás mentido dos veces.
Aquella célebre frase de Antonio Machado, desquebrajó sus pensamientos, ralentizando aquella improvisada conversación.
Si no disfrutas con las súplicas y el sufrimiento de tus víctimas, ¿Qué tienes en común con Jack el destripador? ¿Cuál es tu papel entonces?
La repentina furia que había hecho acta de presencia hacía un instante, volatizó, quedando simplemente sus cenizas en el ambiente.
¿Mi papel? dije entre unas dulces risas que ocultaron los inertes labios de mi máscara. Querrás decir, nuestro papel.
¿Nuestro papel?
Touché. ¿Alguna vez has visto una obra en el butacón de un teatro?
No.
¿Y una sinfonía en la opera? su mirada era quien respondía. Esos son nuestros papeles. Tú serás la actriz principal, reencarnada en el papel de la clásica hermosa doncella, mientras que yo, no seré más que el temible miserable que intentará arrastrarte a los más lujuriosos de los pecados; esos serán nuestros papeles, como la célebre obra de Fernando de Rojas. La Celestina. Este, será nuestro escenario; el público, será la solitaria luna mis ojos tornaron a posarse en el apagado cielo nocturno, condenada a esa eterna soledad por los aberrantes celos de su marido. Por último...
¿El marido de la luna? Sus ojos eran los que se perdían ahora en la oscuridad del cielo.
Todo a su tiempo. Supongo que no querrás pasar de un acto a otro antes de tiempo, ¿verdad? Recuerda, estamos en el escenario y tenemos que respetar a nuestro público. Su húmeda mirada descendió del destierro de la luna. Como estaba diciendo antes de ser interrumpido, por último, las manos que tocarán las teclas del piano para oír las célebres sinfonías y obras de Beethoven, Mozart, Bach... las irán tocando las olas al romperse contra el musgoso espigón; las voces atipladas del coro de nuestra obra, las pondrán los niñatos como tú dices, junto con su electrónica música. ¿Tienes miedo?
Al revivir aquel tema consumidor, la perseverancia del miedo tornó en su paroxismo. Si el filo de mi machete hubiese degollado su cuello en aquel instante, la sangre que hubiese salpicado su filo, pertenecería al denso miedo que resurgió al oír esa pregunta. Como si mi aliento fuese una brisa helada al acariciar su oído, el color de su iris se heló, creando una barrera de hielo para aquellas gotas esparcidas por su rostro. Los cinco dedos de la ... mano, seguían aprisionando sus manos contra el homogéneo cemento del muro.
¿Sabes cómo definía uno de los grandes el miedo? Decía que el miedo no era más que la parte más oscura de nuestra vergüenza, que a la vez, la vergüenza, era simplemente una no superación de nuestros miedos; un sentimiento noble. Ahora quiero que me respondas cuál de los tres miedos es el que te avergüenza.
Yo... No...
Monosílabos era lo único que las garras de aquel abrasador miedo le permitían pronunciar, asfixiando una vez más su marchita voz.
Shhh... el afilado acero se desprendió de su sucio papel sobre su cuello, silenciando los abrasadores monosílabos, posándose en sus labios. Pude apreciar como en su mortecino brillo, antes de volver a su papel maldito, estaba coloreado del diluido carmín de sus labios. Dime cuál de estos tres miedos te ruboriza, ¿qué el frio acero de mi cuchillo roce tu cuello? ¿Qué soy un hombre que esconde su anonimato detrás de una máscara o que, por primera vez estás sintiendo los escalofriantes síntomas neuróticos que repiten hasta la saciedad los psicólogos forenses en cualquier plató de televisión? concedí un instante para que el aroma que manaba desde el interior del frasco que había desenroscado con mis preguntas, se fuese intercalando en el aire, impregnando al miedo que mascullaba su pecho, asimilando una respuesta con algo de claridad. Algo más decente que dos o tres palabras entrecortadas con aquella voz marchita. Como era obvio, no obtuve respuesta. Proseguí. Me voy a decantar que tu respuesta estará enfocada en la primera o en la tercera, acorralando a la enmascarada pregunta. ¿No vas a preguntarme por qué he llegado a tal conclusión? Mi máscara seguía posada sobre su mejilla, intensificando las escarchas de hielo de su iris. Me parecería absurdo e incluso, una insolencia, oír de tus labios que una mujer como tú, cuya cara refleja la misma hermosura que la reina más bella del antiguo Egipto y con un cuerpo que incita al más lascivo de los pecados carnales, nunca haya hablado, besado, inclusive, tenido una noche de pasión y deseo con un hombre enmascarado.
Yo... siempre que...
¿Cómo iban a estar enmascarados? ¿Qué clases de retorcidos gustos sexuales practicaría? Pero la obviedad estaba clara. Aquella relevación, se hubiese convertido en una ofensa hacia mi reservada persona. Desestimaba la idea que hiciese una exposición de mi personalidad, abandonando la intimidad de mi máscara, obligando a mostrarle sus letras. Férrea, violenta, sádica, compasiva, indulgente... Suficiente era el desolador sufrimiento que padecían aquellos solitarios ojos. Sus labios volvieron a quedar apresados con el dedo que estaba humedecido con su sensual carmín.
... te has acostado con un hombre nunca escondía su anonimato tras una máscara? seguía susurrando sobre su oído, como si aquellos fríos labios fuesen una concha marina. No me estoy refiriendo a la máscara que estoy usando ahora mismo en el papel de villano, en el de un mísero acosador. Hago apología al anonimato que brinda el alcohol y la escasa luminidad los sábados nocturnos en cualquier antro de mala muerte; el enmascaramiento producido por la frialdad de la pantalla de un ordenador en cualquiera de las redes sociales. Ese universo paralelo que el ser humano se ha creado, cobarde, distante, cuyas muecas de emoción o sensualidad, se está obligado a representarlas con unas irrisorias caras amarillentas. ¿Podrías nombrarme cada uno de los hombres que han compartido tu cama? su mirada volvió a actuar una vez más como sus labios. Me lo suponía. Al menos, supongo que podrías deleitarme con el último que saboreó el tan apetecible carmín que resalta tus labios o, ¿estás casada? la primera respuesta la volvió esclarecer una vez más sus brillantes ojos.
Era a la primera de mis cinco, cuatro víctimas, que le hacía esa pregunta. ¿Estás casada? Aquella inspiración sobre la relación reina, la relación más consolidada de los tres estigmas del amor, hizo temblar a mi guión, donde solo figuraban preguntas sobre relaciones menos imponentes: si tenían pareja, si tenían algún amante... pero, ¿casada?
Divorciada fue una repuesta rotunda, confortante, como si aquella palabra hubiese aliviado a sus sueños más profundos.
¿Divorciada? Te veía más como a una mujer más simple, conservadora; más familiar.
No me conoces.
No fue la insolente valentía quien respondía. Fueron las palabras de una mujer que estaba rota, cansada, por la monotonía de un hombre que compartía su cama por una mera firma sobre varios papeles en la casa del señor o en el despacho de algún alcalde.
Como dijo una vez un hombre hace muchos años sentado bajo un manzano, todo lo que sube, baja fue mi única respuesta ante aquel tema. Una onomatopeya de la teoría de Isaac Newton. No era el escenario idóneo para tratar ningún tema. En el tercer acto podría... Aunque en este estercolero del Excmo. Francisco de la Torre, no incita a nada. Supongo que una divorciada querrá recuperar ese preciado tiempo que ha perdido junto al hombre equivocado. ¿Me permites que vuelva a formular la última pregunta? Como si se tratase de la secretaria de cualquier dentista, que le indica a un cliente la puerta de su sacamuelas con la mano sin desviar la vista del ordenador, accedió. Me equivocaría si te digo que ese último hombre, será uno de los que estén ahora mismo rellenando su vaso detrás del muro, coloreando sus hielos con... ¿Qué sueles beber?
Cacique-Cola.
Ron un gemido parecido al ronroneo de un gato, recorrió por completo su oído. Mi bebida favorita junto con la seca ginebra, aunque, mis hielos no se van coloreando en esa efervescencia oscura. Prefiero que se vayan impregnando del amorfo color del limón. Pero retornando a la anterior pregunta, la amorfidad no solo reside en el color de mis hielos, también en tus besos.
¿Mis besos son amorfos?
Te preguntarás, ¿qué tienen en común el amorfismo con tus besos? una muesca respondió que había acertado Muy simple. No estoy diciendo que tus besos sean amorfos, sin forma, sin sabor. Me refiero que en tus besos nunca han colgado una simple etiqueta, no tienen precio; los regalas. Finalmente mis manos liberaron del presidio a las suyas del frio cemento del muro. Al soltarlas, durante varios segundos, sus manos siguieron petrificadas en el muro.
Mis besos no los regalo su tono de voz fue tan inocente como un murmullo.
Lo siento. Dejé por segunda vez que su oído cogiese color, apartando mis fantasmagóricos labios. No llevar en regla el registro de besos, no tiene otro nombre que regalarlos. También podría llamarse ladrón, pero... ese no es tu caso.
Si estaba de fiesta... Con mi gente... Solo quería pasármelo bien...
La fina capa helada que ocultaba a sus ojos se laceró profusamente, desatando todas las lágrimas que había apresado la capa de hielo. La velocidad de las lágrimas era tal que, antes de acabar de pronunciar la escueta frase, cuatro lágrimas, dos de cada ojo, una detrás de la otra, cayeron al suelo. Por tercera vez, sus fuerzas la abandonaron, languideciendo a su mirada que cayó junto a las liberadas lágrimas gélidas. Mi dedo tuvo que rescatarla.
¿Temías a ese hombre? le pregunté con la mirada alzada por el sustento de mi dedo.
No fue una respuesta sincera.
¿Podrías revelar la diferencia que existe por el cual sientes miedo hacia este anónimo y carecía absolutamente sobre aquel otro anónimo?
El cuchillo.
Su mirada era impasible, destruida, vencida. Una sonrisa se dibujó en mi rostro al oír esa respuesta.
Finalmente has respondido cuál de las tres era tu vergüenza.
Si... Por favor...
Las lágrimas que recorrían su suave piel morena, transportaban letras como si fuesen una caligrafía: Sí. Ya he respondido. Tienes lo que querías. Por favor, déjame marchar. ¡No puedo denunciarte!
Finalmente, has revelado lo que llevas sintiendo durante todo el primer acto de nuestra obra.
¿El primer acto?
No respondí, proseguí.
Ese sentimiento a pesar de lo que creía, no era vergüenza, no era un sentimiento noble. Se trataba del miedo más escénico, el más primitivo de todos los existentes; que nos arrebaten nuestra vida de una manera injusta. ¿Aún sigues temiéndome? no hacían falta palabras para apreciar, no el paroxismo del miedo reflejado en aquella vencida mirada exótica, si no, la aún presente decepción del contenido de las firmas. Sus fuerzas se habían evaporado como las frías lágrimas al caer sobre la arena. ¿Por qué? ¿Sigues pensando que mi cuchillo aún puede atravesar tu cuello y dejar a tu cuerpo desangrándose apoyado contra el muro?
Sus ojos refulgían bajo la mortecina luz de la luna: no tenían más lágrimas para derramar; su mirada transmitía el mismo vacío que los seres queridos en un velatorio, exhaustos de tanto llorar; el color de su iris se había simplificado en un suave gris ceniza por el continuo roce de las lágrimas contra él.
Pienso que esto es solo un depravado juego para ti. Disfrutas viéndome llorar, suplicar, y, cuando te hayas satisfecho de tu pervertido juego, me matarás.
¿Qué clase de perfil psicológico crees que tendría para excitarme de esa manera?
Un violador...
¿Aún no te he demostrado que mi papel esta noche no es el de un violador? pude responder por la lectura de sus labios, sin pronunciar más que palabras muertas para mis oídos.
Yo no...
La sorpresa de haber oído su respuesta silenciosa, fueron esas dos palabras sin sentido. Antes de que pudiese defenderse, proseguí.
¿Recuerdas como impedí que te aflojaras el cordel del sujetador? ¿Crees que un violador hubiese desaprovechado aquella fácil situación, pudiendo satisfacer todas sus fantasías con la misma furia que un animal al encontrarse con una víctima sumisa?
Sus ojos color ceniza se empañaron en algo más que en la cordura o en la lógica.
No puedo olvidar ese detalle. Lo que todavía no comprendo es que quieres de mí.
Para tener buenas respuestas, hay que hacer buenas preguntas, si no, solo obtendrás acertijos engañosos.
Por primera vez en aquella noche, nuestro público, la luna, iluminó con su luz gélida una sonrisa sobria en su rostro, tímida, que se había dibujado en sus labios. A pesar de su insignificancia, era preciosa.
Tranquila. Ya queda poco.
¿Poco para qué?
Tú solo déjate llevar.

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C
cesc_6271539
3/7/14 a las :57

Re: una historía erótica bien escrita... lee gratis el primer capítulo (ii)
Lo siento... el foro parece que no admite los guiones. Lo he vuelto a reenviar y me aparece igual, lo siento. Me parece que no he podido hacer lo que quería... que disfrutaseis de este profundo romance.

Si me decís como puedo borrarlo, sería un gran favor

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ISDIN Si-Nails

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