El corazón de una madre,
puritana y pecadora,
se burla de la tristeza
pero en el fondo llora.
Y su alma ensangrentada
guía a su trémula mano
que recoge oscuras lágrimas
aún derramadas en vano.
Humillando a su amor propio
y amenazando su orgullo,
un hijo provoca el llanto
enjugado en un arrullo.
Y una gota cristalina,
de su mirada a su pecho,
brota y resbala por culpa
del ser que acogió en su lecho.
Con sangre en las rodillas,
el sudor sobre su frente;
sufrió así por dar cobijo
y amor a su descendiente.
¿Por qué asaltada su mente
de mentiras y de ofensas
se orientará hasta la muerte
por sus palabras inciertas?
Porque aunque el necio traidor
oprima su débil semblante,
ese necio cuando peca
lleva sangre de su sangre
y ella errante en su camino
recibe tanto dolor
que a fuerza de verse herida
lo confunde con amor.
En su pupila un haz de luz
y en sus labios un suspiro,
en su cabeza sentimientos
que ya no tienen asilo.
Sentimientos que reflejan
en un nítido cristal:
su vigor, su fortaleza,
¡su paciencia sin igual!
Porque el pecho de una madre
alberga tanta ternura
que aunque el desdén sea grande
vierte en lo amargo dulzura.
Y es en el calor que desprende,
aquel donde reina el cariño,
en el que se abrigarán siempre
las esperanzas de un niño.