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Rapazadas (historia real)

Última respuesta: 24 de febrero de 2003 a las 20:01
H
husam_8066429
22/2/03 a las 14:55

Noviembre 1941, año de hambre –al menos aquí en España–. Cumplía yo trece años; ya no iba a la escuela, pues había logrado terminar la enseñanza primaria, y estaba más flaco que un perro de pajar; mis padres no podían alimentarme normalmente ya que casi no teníamos nada para comer. Los labradores y los marineros aún tenían comida, pero los obreros carecían de lo más necesario para vivir; era triste y desesperante.
Antes de continuar voy aclarar las cosas; primero diré que yo soy santiagués, y que en casa vivíamos: mi abuela materna, mis padres, mi hermana y yo. Ahora que presenté a la familia más allegada –yo incluido–, continúo con mi historia:
Mis padres y yo salimos por las aldeas, no a pedir, sino a comprar, pues algunos cuartos teníamos. En algunas casas donde vivían los caseros nos daban una taza de caldo, y en las casas donde vivían los propietarios nos vendían unas cuantas patatas, y otros nos echaban los perros, pero gracias a Dios y al bastón que llevaba mi padre no llegaron a mordernos.
Y así íbamos obteniendo el sustento de cada día como por ejemplo: la sangre de los animales que nos traía un vecino que trabajaba en el matadero municipal; esta sangre cuajada parecía hígado y la comíamos cocida, ¡qué mal sabía!
Lo que también nos ayudó mucho en la carencia fueron los peces que nos mandaban del pueblo de mi abuela (pequeño puerto pesquero); les llamaban panchos, y los comíamos asados en las brasas.
El tiempo iba pasando... Entonces mi abuela dijo:
-Hay que hacer algo por este chiquillo, y la mejor cosa es –ya nos han invitado– pasar una temporada él y yo, en las casas de mis hermanas en mi pueblo. El chiquillo irá para la casa de Purifica, y yo iré para la casa de Pepita.
(Omito el nombre del pueblo para no herir a ninguna persona en su sensibilidad.)
Dicho y hecho, mi padre sacó los billetes para uno de los autobuses; había que coger dos, pero para el otro autobús no se sacaban los billetes, se le pagaba al chófer que también era el dueño.
En el primero autobús hicimos el viaje parando en un sitio y en otro, pero llegamos al final del primer trayecto sin ningún contratiempo; el segundo y último trayecto lo hacía el otro autobús, y este otro autobús que teníamos que coger –¡madre mía!, si aquella cosa era un autobús...– le llamaban –por lo visto– el “autocarro” de Pepito.
El chófer, o sea Pepito nos dijo a los viajeros:
-Esperen un momento.
Empezó a dar vueltas alrededor del autobús: una patada a una rueda, otra patada en otra rueda y también a las otras dos; una mirada por debajo, de un lado y del otro. Revisar las puertas; delante –como es normal– tenía dos, y detrás tenía una. Y para contemplar el paisaje tenía solamente dos ventanillas: una en la separación de la cabina del chófer, y otra en la puerta trasera. Por último, Pepito –con la ayuda de un señor– controló las luces, y después de esta minuciosa inspección gritó:
-¡Todo el mundo arriba, marchamos!

“Eso de todo el mundo” –refunfuñé ya cansado–, no éramos más que seis viajeros, y eran las plazas que tenía el “autocarro”. Dos bancos de madera sin respaldo, y para más fastidio no estaban tapizados.
En el “autocarro”, cuando “todo el mundo” estuvimos sentados en los “cómodos” asientos. Pepito, gritó –esta vez por la ventanilla–:
-¡En marcha!
El cajón con motor se balanceaba, se estremecía, y con su temblor nos hacía hormiguear los pies, y allá íbamos dando saltos por una carretera sin asfalto, y con más agujeros que una criba. Mi abuela y alguien más; de cada salto que daba el cajón con ruedas, le echaban un ¡ay!, pues la suspensión era dura como la de un carro del país, y aún por encima el pobre “autocarro” crujía de tal forma que parecía que se descomponía, y de vez en cuando nos hacía saltar del asiento.
Gracias a Dios llegamos sanos y salvos, pero más molidos que la harina, y con los riñones doloridos. Salimos de nuestra ciudad a las cinco de la tarde. y llegamos al pueblo a las diez de la noche. Dos horas que perdimos por una cosa o por otra y también para darle algún descanso al fatigado “autocarro”. Total: tres horas de autobús para rodar noventa kilómetros; haciendo bien las cuentas hicimos una media de treinta kilómetros hora. Desde luego mejor que ir a pie...
Al llegar a la primera casa comenzaron los besos y los abrazos, y en la segunda el mismo tema; y venga cuentos de aquí y de allá –era una cosa de nunca acabar–. Y yo con el hambre que tenía, los riñones ya no me dolían, y se diría que a mi abuela tampoco. En esto la tía Purifica dijo:
-Estamos con los cuentos; nos olvidamos de cenar, y debéis tener hambre.
Pues claro que teníamos hambre –yo al menos–, ya que después de tanto balanceo en los dos autobuses, en vez de marearme se me abrió el apetito.
Cenamos, quité la barriga de mal año; y fui para cama abriendo la boca de una cuarta. Las mujeres aún quedaron con sus cuentos, pero yo me quedé dormido como un lirón.
Aunque me levanté temprano. Mi tía ya estaba levantada (esta gente que está ligada al mar nunca se sabe cuando se acuestan ni cuando se levantan), y sonriendo me dijo:
-Coje esta vasija y ve a junto al tío Gervasio que te dé dos litros de leche; mientras yo voy haciendo las gachas.
Cogí la abollada vasija, y allá marché todo contento como si estuviese en un mundo maravilloso.
El tío Gervasio –pariente distante– era un avezado labrador, y tenía vacas del país que daban una leche que se relamía uno de gusto. (Cuento todo esto porque al tío y a su familia ya los conocía de otra vez que estuve aquí.) Después de unos besos y abrazos, y saludos para toda la familia –como es ritual–; el tío ordeñó una vaca delante de mí. Me dio la leche, le pagué, y sin pérdida de tiempo retorné para la casa de la tía, y pensando en las gachas.
Al llegar a casa –¿cual va?, la de siempre–; ya oigo a mi abuela:
-¡Señor! ¡Señor!, las gachas por la escalera abajo. Deja mujer, deja; tú atiende a la tienda que yo ya haré las gachas.
A mí me dio la risa, pero como tenía hambre; la risa me pasó enseguida.
Voy explicar bien las cosas: la tía Purifica tenía una tienda, y vendía frutas, huevos, pescado salado, y sobre todo carne de cerdo salada. Ella misma (como fuera matadora de cerdos) mataba –cuando podía, y a las escondidas– un cerdo para vender y para casa.
La tienda estaba en el bajo, y el lar estaba en el primer piso pegado a la escalera. Entonces cuando mi tía se ponía a hacer las gachas; siempre venía alguien a comprar:
-¡Purifica!, yo quería unto...

Allá bajaba mi tía a despachar... Subía, y hablando sola decía: “Yo no sé si le eché sal a las gachas (y como no las probaba, pues una vez se quemó el hocico; se repetía siempre la misma historia); por si las moscas le echo una poca, y ¡zas!, sal a la olla”.
-¡Purifica!, yo quería pescado...
Y allá iba Purifica; se ponía de conversación: Dale que te dale... Las gachas se echaban fuera de la olla y del lar e iban por la escalera abajo. Solamente se tomaban gachas cuando las hacía mi abuela o la prima Carmen –cuando venía junto a su madre, pues estaba casada–, y también –debo ser justo– las que hacía la tía si no tenían mucha sal, y sino tomábamos leche con borona que había siempre en casa.
Después de terminar de desayunar, mi tía me dijo:
-Ven conmigo que vas admirar un animal que tengo escondido en el establo.
Me llevó al establo, ¿y qué vi? Un cerdo tan gordito que daban ganas de meterle el diente (mi tía lo había criado con muchas dificultades).
-Mañana –prosigue mi tía– vas comer chicharrones. Voy matar el cerdo, y tus primos me van ayudar, pero tú no digas nada a nadie.
Los primos eran tres; dos ya estaban casados, y el más joven estaba soltero y vivía en esta casa, pero casi no se le veía el pelo, pues andaba en un barco pesquero.
Bien, yo digo: tíos y tías, primos y primas, pero en realidad eran tíos, etc., de mi madre; o sea: segundos míos. Ya conté otro poco de la familia, y ahora esperar a mañana.
Llegó el día..., y como dice el refrán: “A cada cerdo le llega su San Martín”. Yo aunque madrugué no fui –como de costumbre– a pescar por la costa, y eso que cuando iba traía siempre algunos peces para cenar, pero hoy con el asunto de la matanza...
Llegaron los dos primos –el otro ya estaba aquí–, y mi tía preparó los cuchillos. Cerraron las puertas, ventanas y contras, y despacito cogieron el marrano, lo metieron en la lúgubre bodega (más adelante ya hablaré de una famosa bodega), le dieron a comer un cacho de borona, y cuando tenía la boca bien llena; con una cuerda con un nudo corredizo le ataron el hocico para que no chillase –ya que las autoridades enseguida lo decomisaban–, y entre los tres elevaron el cochino y lo pusieron encima de un banco. Y mi tía en menos que canta un gallo dejó al pobre animal sin aliento. Lo chamuscaron en el lar; olía que apestaba. Yo ya no quise saber nada y marché para la casa vieja al lado que también era de mi tía. En esta casa el bajo era enorme, y mi tía lo destinaba a almacén, pues en él tenía muchas cosas: esquilmo, piñas, leña e incluso un gallinero con muchas gallinas, y un banco de carpintero con algunas herramientas con las que yo hacía chapuzas, y esta que esta haciendo era un cajón con su asa para los peces. Cuando de pronto algunas gallinas empezaron a cacarear; yo no les prestaba atención, pero esta vez fui mirar y había seis huevos; sin pensarlo más le hice a cada uno dos agujeros –aún estaban calientes–, aspiré y tragué su contenido; escondí las cáscaras y, ¡cacaracá! ¡cacaracá!..., otra gallina, y otro huevo para el bandullo, así llegué a tragar lo menos unos diez. Las gallinas seguían con su cacareo y poniendo huevos; pero yo ya no podía más. En esto entra mi tía:
-¡Ay!, que miedo me echaste, ¿qué haces?
-Pues un cajón para los peces –respondí.
-Muy bien, muy bien; voy a ver las gallinas que están cacareando. Espero que haya muchos huevos... ¡Vaya, vaya!, tanto cacarear y solamente hay dos huevos. Estas gallinas tienen el demonio en el cuerpo.
Al irse me dijo:
-Suso, cuando vengas traes alguna leña y unas piñas, y vienes a comer algunos chicharrones, pues estas sin comer y has de tener hambre. Y tu abuela no acaba de venir; nunca está cuando hace falta.


Con el harta de huevos que tenía en mi barriga, aún chicharrones, ¡ay!, yo reviento... Cogí una poca leña, unas cuantas piñas y retorné para el hogar. En la cocina estaban los primos comiendo chicharrones y con la jarra del vino, ¡ay!, que náuseas me dio. Entonces como los huevos ya me producían ardores en el estómago; le dije a mi tía:
-Tía no me encuentro bien, voy para cama.
-¿Qué tienes? ¿Qué tienes?
-Me duele mucho el vientre.
En esto llega mi abuela y pregunta:
-¿Qué tal? ¿Todo se pasó bien?
-¡Calla! ¡Calla! –dijo mi tía y prosigue–: -Por fin llegas... Antes de hacer las morcillas hay que llamar al médico, pues tu nieto no se encuentra bien.
Dicho y hecho; allá viene mi abuela con el doctor.
-Veamos lo que tiene este muchacho –dijo el doctor.
Me miró la fiebre, me palpó, apretó.
-¡Ay!, eructé...
Me preguntó; le conté lo que me pasó. No sé lo que me dio a tomar que tuve que ir aprisa al retrete a vomitar.
-¡Vaya! con el glotón este –exclamó el doctor.
Mi tía –intranquila– le preguntó al doctor:
-¿Qué tiene, doctor? ¿Qué tiene?
Y el doctor respondió:
-Pues tiene una indigestión de huevos, pero tan pronto eche todo fuera ya se pone bien; darle manzanilla, y mañana ya está sano.
Mi tía, riendo me dijo:
-Yo maldiciendo a las gallinas y mira tú a donde fueron a parar los huevos. Ves; Dios te castigó.
Pero conmigo no se enfadó, pues me quería mucho. Lo que a mí me molestaba –cuando los primos supieron lo que pasaba– era que al ir al retrete a vomitar; el primo más viejo me decía con una sonrisa burlona:
-¡Eh montañés, parece que los huevos van saliendo poco a poco para fuera! ¿Quieres chicharrones?
Me daban ganas de estrangularlo.
Al día siguiente yo ya me encontraba con ánimo, y le ayudé a la tía y al primo a salar el cerdo. Comimos, y nos reímos de la ocurrencia mía de los huevos.
Al atardecer llegó mi abuela y dice:
-Purifica, ¿sabes quién murió?: Fulana de tal y cual; hay que ir velar a la difunta.
-Irás tú, yo no voy –dijo mi tía.
-¡Yo quiero ir! ¡Yo quiero ir! –grité yo.
-Tú no puedes ir, después por la noche cuando sueñas tienes miedo –dijo mi abuela.
-Anda mujer lleva al muchacho –le pidió mi tía.
-Está bien puedes venir conmigo, pero me tienes que prometer que no harás ninguna trastada en el velatorio –me dijo mi abuela mirándome de reojo.
-Prometido –le dije muy serio.
Esperamos a que anocheciera. Cenamos bien y allá fuimos velar a la difunta; cuando llegamos ya empezaran con el rosario; después venían los cuentos y también las historias. Esto era lo que a mí me gustaba, pues ya había velado –en mi barrio– un difunto...
-Dios te salve, María...
-Santa María...
¡Pun!, ¡pun!

-¿Qué es eso? –preguntó la mujer que rezaba el rosario.
-Es la tarabilla de la puerta de la bodega, que se mueve –respondió otra mujer con los ojos de besugo.
-Son las almas del purgatorio que vienen buscar la de la difunta –respondieron todas la mujeres al mismo tiempo como si estuviesen de acuerdo.
-Dios te salve, María...
-Santa María...
¡Pun!, ¡pun!, la tarabilla.
Yo me puse a pensar, y como no soy tan tonto (aunque soy un burro para las letras y los números) me dije: “Ya está el misterio de la tarabilla, a clarado”. Algunos marineros tenían en la bodega –entre las vigas del techo– cañas de pescar con los sedales y los anzuelos enganchados; un anzuelo (como el demonio es maligno) se descolgó de una caña –pero no del sedal– y se enganchó en la tarabilla –de las que también se abren por dentro, para que nadie quede encerrado–. Entonces los ratones al andar por la caña la hacían balancear, moviendo de esta forma la condenada tarabilla.
-Dios te salve, María...
Yo aunque tenía miedo –como era atrevido– me puse de pie –estaba arrodillado–, y como un rayo cogí una vela –había varias alumbrando a la difunta– y fui derecho a la bodega; abrí la puerta, miré dentro, y ya está; era lo que yo pensaba –lo que no pensé es que hubiese tantos ratones–. Cogí el anzuelo y al mismo tiempo que lo mostraba le dije a la gente:
-¡Mirad! ¡Mirad! ¡Era el anzuelo el que movía la tarabilla!
La hice buena. Todas las mujeres –no había ningún hombre– empezaron a gritar:
-¡Montañés! ¡Alma condenada, acaso tienes pacto con el demonio! ¡Maleducado! ¡Atrevido!...
Mi abuela me cogió por un brazo y me arrastró fuera del velatorio, y ya en la calle me dio dos bofetadas que me dejó la cara ardiente, y después de esta recompensa “por mi gran descubrimiento” me echó este sermón:
-Travieso, pecador; parar el rosario en el medio y medio, has de ir para el infierno, de cabeza.
A mí tanto me daba ir para el infierno de cabeza como de pie; lo que si me daba rabia era llevar cachetes por decir la verdad, y por eso con los ojos lagrimosos y enojado le dije:
-¡Yo no paré ningún rosario! ¡Lo que no les gustó fue que le paré el espectáculo!
-¡Calla Suso! ¡Calla! ¡Mira que te doy más bofetadas!...


Ver también

T
tierra3
22/2/03 a las 15:49

Boas tardes suso
Me ha gustado mucho tu historia,es super entretenida,aunque tiene esa parte triste q es el no tener q comer y los tiempos dificiles q te toco vivir.

Relatas de maravilla, siempre disfruto leyendote.

¿Q es "leche con borona" y "gacho de borona"?
¿Es algun tipo de harina? Me refiro a la borona.
Graciñas.


Biquiños.
tierra3

H
husam_8066429
22/2/03 a las 19:50
En respuesta a tierra3

Boas tardes suso
Me ha gustado mucho tu historia,es super entretenida,aunque tiene esa parte triste q es el no tener q comer y los tiempos dificiles q te toco vivir.

Relatas de maravilla, siempre disfruto leyendote.

¿Q es "leche con borona" y "gacho de borona"?
¿Es algun tipo de harina? Me refiro a la borona.
Graciñas.


Biquiños.
tierra3

Hola tierra3
Me alegra que te haya gustado mi historia.
Desde luego esos tiempos fueron muy difíciles; no lo permita el cielo que vuelvan a ocurrir.
Y ahora te diré que "leche con borona", y "cacho, no gacho, con borona". Borona se dice en castellano, y boroa se dice en gallego, o sea; la primera quiere decir: pan de maíz, y la segunda quiere decir: pan de millo.
En cuanto a "cacho", tanto se dice en castellano como en gallego. Cacho, en castellano: pedazo, trozo, porción, fragmento. Cacho, en gallego: anaco, pedazo. Un cacho de pan, un cacho de tarta...
¡Vaya rollo que te he soltado!, ¿no te parece?
Las gracias te las doy yo
Biquiños,
Suso1

T
tierra3
23/2/03 a las 3:34
En respuesta a husam_8066429

Hola tierra3
Me alegra que te haya gustado mi historia.
Desde luego esos tiempos fueron muy difíciles; no lo permita el cielo que vuelvan a ocurrir.
Y ahora te diré que "leche con borona", y "cacho, no gacho, con borona". Borona se dice en castellano, y boroa se dice en gallego, o sea; la primera quiere decir: pan de maíz, y la segunda quiere decir: pan de millo.
En cuanto a "cacho", tanto se dice en castellano como en gallego. Cacho, en castellano: pedazo, trozo, porción, fragmento. Cacho, en gallego: anaco, pedazo. Un cacho de pan, un cacho de tarta...
¡Vaya rollo que te he soltado!, ¿no te parece?
Las gracias te las doy yo
Biquiños,
Suso1

Graciñasss
Por tu aclaricion.
De rollo nada una palabra tan simple y fijate q borrica q soy jajaja

Un biquiño de unha torpe galega jajajajaja
tierra3

A
akari_712304
23/2/03 a las 11:38

Hola rapazo!!
Como me ha gustado tu historia, es muy entretenida y me he reído un montón con tus ocurrencias, vaya travieso que estabas hecho...

La verdad es que tuvo que ser una época bastante dura, cuando lo pienso y veo todas las comodidades que tenemos ahora y lo poco que lo valoramos... Habeís sido una generación muy fuerte y muy luchadora, ciertamente sois digno de admiración. Cuando miro a mis padres lo trabajadores que han sido, sobretodo mi madre, me da mucha admiración y respeto, os mereceis mucho este respeto.

Bueno, espero seguir leyendo por aqui historias tuyas me gustan mucho.

Un besote guapetón.

H
husam_8066429
24/2/03 a las 19:41
En respuesta a akari_712304

Hola rapazo!!
Como me ha gustado tu historia, es muy entretenida y me he reído un montón con tus ocurrencias, vaya travieso que estabas hecho...

La verdad es que tuvo que ser una época bastante dura, cuando lo pienso y veo todas las comodidades que tenemos ahora y lo poco que lo valoramos... Habeís sido una generación muy fuerte y muy luchadora, ciertamente sois digno de admiración. Cuando miro a mis padres lo trabajadores que han sido, sobretodo mi madre, me da mucha admiración y respeto, os mereceis mucho este respeto.

Bueno, espero seguir leyendo por aqui historias tuyas me gustan mucho.

Un besote guapetón.

Hola rapaza
Me alegra que te haya gustado mi historia, y que te hiciera reír; esto -dicen- es bueno para la salud.
Pues sí, fue una época muy dura, y los que más sufrían eran nuestros padres; los chiquillos que ya compredíamos algo, también sufríamos, pero con la obsesión de jugar, íbamos olvidando esa triste miseria. Espero que nunca más vuelva a ocurrir.
Los padres siempre merecemos estimación y respeto; naturalmente los que amamos a nuestros hijos.
Bueno, en cuanto a las historias, ya veremos más adelante.
Un beso guapetona, y muchas gracias.
Suso1

H
husam_8066429
24/2/03 a las 20:01
En respuesta a tierra3

Graciñasss
Por tu aclaricion.
De rollo nada una palabra tan simple y fijate q borrica q soy jajaja

Un biquiño de unha torpe galega jajajajaja
tierra3

Hola tierra3
Galleguiña, eso de burrica nada, pues en tus textos bien veo que dominas muy bien la escritura. Si a veces nos olvidamos de algunas palabras, es porque no las usamos frecuentemente. Yo cuando escribo, busco en mi memoria la palabra que necesito, y cuando reviene a mi mente, miro el diccionario para ver si es correcta; o sea que lo que escribo es con esta ayuda. Y para conjugar los verbos tengo un pequeño libro; así que ya ves: yo si que soy el burrico; ya me lo decía mi padre en el poema "O diploma"
Biquiños deste amigo galego,
Suso1

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